Por: WILSON VEGA
Vint Cerf es el padre de tres hijos: David, Bennett y la internet. A pesar de ser la más joven –con apenas algo más de 40 años– esta última es la que le dio fama mundial e inscribió su nombre en los libros de historia.
Normalmente es en este punto que Cerf, de 72 años, y que con su impecable traje de tres piezas y su corbata de cachemira debe ser el geek mejor vestido del mundo, interrumpe para anotar que él NO inventó internet. O, al menos, que no lo hizo él solo.
“No pienso en mí como el único sujeto que estuvo ahí. Pienso en mí –eso sí– como un pionero, porque fue una etapa muy temprana en la que con Bob Kahn reconocimos que teníamos que hallar la manera de poder conectar muchas redes diferentes entre sí. Y para ser justos, Bob fue el que sugirió que teníamos que tener una arquitectura abierta, que permitiera que muchas personas construyeran redes independientes y las conectaran”.
Los dos, que tras recibir sus doctorados habían trabajado en DARPA, la agencia del Departamento de Defensa de EE. UU. que desarrolla tecnología de punta para usos militares, se reunieron en California en 1973 para llevar a cabo un modo de mover paquetes de información a través de una red en la que las fronteras nacionales no tuvieran absolutamente ninguna influencia.
Basándose en redes ya existentes como Arpanet y Ethernet, se dieron a la tarea de inventar un modo de conectar muchas redes y convertirlas en algo uniforme. El lenguaje que idearon (el omnipresente protocolo TCP/IP) es, al día de hoy, el esperanto de la internet.
Cerf es fanático del buen vino y de la comida gourmet. Cuando no está leyendo textos especializados en su campo de trabajo, es un ávido consumidor de literatura de ciencia ficción. Habla con el tono apacible de un profesor experimentado, un aire que se ve reforzado por su atuendo y por su barba blanca, perfectamente cuidada. Habla con las manos, y en algún momento se permite anotar de su puño y letra la ortografía correcta de una determinada palabra en inglés y hasta alabar la pluma con la que toma notas su entrevistador.
Pero por encima de todo, trata a los demás con una sencillez completamente ajena a quien es nada menos que una leyenda viva en los círculos de Silicon Valley, condecorado por el presidente Bill Clinton con la National Medal of Technology y por el presidente George Bush con la National Medal of Freedom, el máximo honor conferido a civiles en EE. UU.
Es como si no se hubiera enterado de que en 1998 le dieron el Premio Marconi, en 2002 el Premio Príncipe de Asturias y en 2004 el premio Alan M. Turing, el Nobel de los computadores. Es como si no supiera que él fue quien diseñó el primer servicio comercial de e-mail.
Abel Cárdenas / EL TIEMPO |
Desde hace 10 años, Cerf es el “Evangelista de Internet” de Google. Desde su oficina en un edificio relativamente anónimo en las afueras de Reston, Virginia –lejos del campus de Mountain View y sus espacios abiertos, sus bicicletas y sus carros sin conductor–, monitorea los círculos del poder de Washington y la élite del lobby tecnológico. El “evangelio” de Cerf comprende una permanente campaña por la extensión de las redes de banda ancha hacia países en vías de desarrollo, un proceso en virtud del cual la firma californiana ha invertido millonarios recursos para el desarrollo de tecnologías que van de los drones a los globos aerostáticos. Es también un activista por la defensa de la neutralidad en la red, un principio de equidad para todo el tráfico en la internet que elimina barreras y tratamientos prioritarios para cualquier clase de información.
Parece imposible que la internet de hoy funcione aún con la arquitectura que Bob Khan y usted idearon en 1973…
Claramente, ha evolucionado. Pero la arquitectura básica es la que visionamos hace 42 años. Comenzamos con la presunción de que habría nuevas tecnologías de comunicación que serían inventadas después y no queríamos que la arquitectura se rompiera porque alguien inventó una nueva tecnología de comunicaciones.
¿Exactamente, para no-ingenieros, cuál es su invención?
Es como una postal, lo que inventamos fue un esquema de “direcciones” con varias características: era global y absolutamente ajeno a nociones de nacionalidad, no era para nada como el sistema telefónico. Se parece más a la oficina de correos: cuando alguien genera un paquete, se le entrega a un terminal llamado router (aunque no lo llamábamos así hace 41 años, no sabíamos que así se debía llamar y lo bautizamos Gateway) y ese computador decide: “Si va a este destino, envíenlo a este punto de conexión”, que es el siguiente router. El sistema es un telón de fondo, los routers se dicen unos a otros a dónde enviar a continuación el paquete y eso nos da resiliencia y robustez.
Usted mismo ha dicho que esa experiencia de “paquetes” ya estaba presente en la Arpanet y Donald Davies, de hecho, acuñó el término en los sesenta. ¿Qué fue lo revolucionario en su diseño?
Arpanet era una red homogénea: cada servidor era exactamente igual, manufacturado por la misma compañía. Pero los computadores en los bordes de la red eran heterogéneos: había unos de IBM, otros de Hewlett Packard, otros de DEC… Infortunadamente eso implicaba que hubiera solo una red. Lo que esta arquitectura permitió fue tener muchas redes, tantas como quisiéramos, diferentes e independientes unas de otras, que pueden interactuar entre sí siempre y cuando usen el mismo protocolo. Así nace lo que hoy conocemos como internet.
¿Puede ser que alguien invente una nueva arquitectura, un nuevo modo de empaquetar información, que obligue a crear una nueva red y, eventualmente, a apagar esta?
Por supuesto. No sé cuál será esa arquitectura, pero si en 1973 uno preguntaba sobre redes, te señalaban el sistema de teléfonos. Después de todo, lo habíamos usado por cien años y funcionaba muy bien. Pero queríamos algo diferente, más responsivo, y llegó internet. Tal vez descubramos una nueva física, un nuevo sistema de reglas que cambie lo que conocemos…
¿Cuál es su visión sobre el debate en torno a la neutralidad en la red?
El problema es diferente dependiendo de dónde estás y por eso hay gente usando las mismas palabras para decir cosas distintas. Eso crea mucha confusión. En EE. UU. se dio a partir de la falta de competencia en el servicio de banda ancha. Es posible que ese no sea el caso en ningún otro lugar. Se han hecho toda clase de falsos señalamientos sobre el tema de la neutralidad, pero en Google creemos que se puede resumir así: todo el mundo debería tener acceso a cualquiera de los servicios disponibles en los mismos términos, sin importar dónde esté o qué aplicación esté usando. Lo que resulta inaceptable es que un pago extra le dé a alguien un trato preferencial: eso no es neutral y, de hecho, no lo permite ningún sistema actual.
¿Por qué de pronto se volvió este un tema importante si tenemos internet hace 40 años?
Cuando tu proveedor de internet era un número telefónico al que marcabas, para cambiarte solamente tenías que marcar un número distinto. Pero con la banda ancha es más complejo porque hay un contrato, y alguien tiene que ir a tu casa a instalar o desinstalar un aparato. En algunas zonas hay muy pocas opciones y en otras no hay sino una, o ninguna. Si la competencia no está ahí para disciplinar al mercado, se necesitan los principios de la neutralidad para frenar comportamientos abusivos.
No tuvo que caerle en gracia, como creador de la red y como trabajador de Google, la revelación del masivo alcance del espionaje de las autoridades estadounidenses al tráfico en internet…
No nos hizo felices saber que la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional) tuvo acceso a nuestra red. Se ha dicho que les ofrecimos acceso, pero la respuesta es: absolutamente no, no way, not a chance. Lo más importante para Google es la privacidad y la confidencialidad de nuestros usuarios. Estaríamos locos si pensáramos diferente. Así que cuando nos enteramos de eso, lanzamos un programa de encriptación de todo el tráfico en nuestra red: Si una agencia desea acceso a nuestros datos debe mostrar que tiene causa y hay cortes en EE. UU. que pueden analizar esa clase de peticiones y expedir, si es del caso, las órdenes apropiadas. Hay gente que pone en conflicto el derecho a la privacidad y el tema de la seguridad. Yo no creo que eso sea exacto. Nosotros creemos que la gente debe tener el derecho de encriptar sus datos. El propósito es proteger su confidencialidad.
Sí, pero usted sabe cuál es la siguiente pregunta: ¿No va a venir una agencia de seguridad a decir que Google le está haciendo la vida más difícil y que esto beneficia a los malos…?
Por supuesto, vas a oír ese argumento: “Están protegiendo a los malos”. Lo interesante de esta tecnología es que es neutral: no sabe quiénes son los buenos y quiénes son los malos. La internet, el sistema de comunicación, no sabe lo que sucede y no le importa. Es verdad que cada vez que inventas una manera de proteger la privacidad de los ciudadanos, esa tecnología también está disponible para los malos. Lo siento, pero así funciona la física. Entonces, la cuestión es: qué podemos hacer para ayudar a la comunidad de seguridad a tener alguna clase de acceso.
Hay propuestas inquietantes: Se ha hablado de crear una especie de “puerta” trasera para que agencias de seguridad o de inteligencia accedan a información que de otra forma verían como encriptada…
Nadie que yo conozca cree que eso sea una buena idea. Tan pronto como pones una puerta, alguien que no debería la encuentra y entonces nadie tiene privacidad y lo mismo podrías no encriptar nada. Esa no es la respuesta. La respuesta es que no deberíamos depender tan absolutamente de vigilancia puramente técnica.
Sin necesidad de llegar a las conspiraciones transnacionales, este tema plantea para usuarios regulares el desafío de mantener privados los datos y, sin embargo, conservar la posibilidad de entregarlos a quien los necesite cuando sea deseable o necesario hacerlo. ¿Estamos siquiera cerca de poder lograr ese grado de control?
Sí, sí y sí. Es algo que me importa mucho. La internet de las cosas está produciendo muy buenos ejemplos: el termostato o el centro de entretenimiento o el sistema de seguridad de una vivienda, son datos que uno no quiere que caigan en malas manos, pero que podría desear entregar, por ejemplo, a las autoridades. Los datos médicos son un gran ejemplo.
Elabore, por favor, sobre ese aspecto. Los datos médicos son información sensible que muchos preferirían mantener en reserva. Pero en el caso, por ejemplo, de un accidente, lo que menos quisiera el paciente es que los médicos encuentren cualquier traba a la hora de acceder a su historia…
Estamos enfrentando ese problema con el concepto de autenticación sólida (strong authentication), en donde además de una contraseña se requiere otra forma de verificar la identidad. Si quiero autorizar a alguien a que vea mis archivos médicos, debe haber una manera en que pueda decir: “Si esta persona aparece, y autentica su identidad, denle acceso a mis archivos”. Pero también necesito poder decir, una vez me dan de alta y vuelvo a mi casa: “Ya no le vuelvan a dar acceso”. Se trata de controlar quién tiene acceso a tu información y bajo qué condiciones.
Abel Cárdenas / EL TIEMPO |
A eso se suma el desafío de preservar en todo momento la integridad de información tan sensible…
Sí, es un tema en el que el presidente de Estonia ha sido muy vocal, él dice: “¿Saben? Me preocupa más la preservación de la integridad de los datos que el mantenerlos privados. Me aterra que alguien pueda llegar y cambiar tu tipo de sangre en una historia clínica, porque a la hora de una transfusión, ¡estás muerto! Por eso nos preocupamos de hacer múltiples copias en diferentes data center. Si un centro se desconecta, todavía puedes acceder a todo. La integridad se mantiene mediante firmas digitales. Estoy convencido de que hay una manera de ganar ese control sobre la información y de dar ese control a los usuarios, a los dueños de la información.
Usted dice que, como usuarios, todos compartimos algún grado de responsabilidad al navegar en la red. ¿Pero es eso realmente posible mientras la gente tenga la posibilidad de navegar anónimamente?
Creo que no son dos nociones que deban estar en conflicto. Por un lado, pienso que la gente debe tener el derecho de navegar la red anónimamente. Sin embargo, no todos los que ofrecen servicios de red tienen por qué ofrecerlos a navegantes anónimos. Si soy un banco, no me interesa tener usuarios anónimos. Lo siento, pero si vas a retirar dinero de una cuenta necesito saber quién eres. Así que lo que ocurre es que deberíamos poder tener una amplísima gama de niveles de autenticación: del anonimato total de quien navega la red a la autenticación más sólida para servicios que así lo requieren.
Toda esta discusión interminable sobre gobiernos o empresas tratando de “gobernar” internet… ¿Es eso realmente posible?
Gobernar la internet es un concepto muy amplio, que abarca miles de otros conceptos y que viene en miles de formas. El software que usamos es, en cierta manera, una forma de gobierno, porque define qué podemos hacer y qué no. Los estándares son otra forma de gobierno, porque determinan lo que la red puede hacer. ¿Qué hay de las reglas para los dominios? Hay muchos organismos que ponen reglas. Tenemos un sistema muy distribuido y todo depende de dónde estás en esta arquitectura. Y a eso se suman marcos legales que son nacionales, o incluso estatales (como en el caso de EE. UU.). Más aún, incluso en escenarios en los que existan marcos legales homogéneos, tienes distintas maneras de interpretar y hacer cumplir la ley: las cortes son otra instancia de gobierno de la internet.
¿Las cortes?
Sí, pero es importante señalar que la instancia en la que haces algo malo no cambia la naturaleza del hecho. Si cometo fraude, no importa si es mandando cartas o haciendo llamadas o mediante e-mails. Es fraude en cualquiera de esos casos y debería ser perseguido, procesado y castigado a la luz de esos marcos legales nacionales. Lo que pasa es que ahí hay un problema: la internet es global, así que el perpetrador, el tipo malo, puede estar en una jurisdicción y la víctima en otra. Ahora, tienes que lidiar con eso y resolverlo. Todo esto sugiere la necesidad de un esquema de colaboración, no solo entre gobiernos nacionales, sino incluso en el interior de los Estados.
¿Y cuánto de eso, de colaboración real, ocurre en la realidad?
Es una mezcla variable: a veces hay muchos acuerdos bilaterales y reciprocidad. Hay organismos como Interpol en donde abunda la cooperación. Pero hay también una clase de cooperación informal que no tiene marco legal alguno, algo muy interesante, que solo he visto en internet. Un ejemplo: hay un gusano informático (que es un tipo de malware) llamado Conficker. Nadie sabe quién lo creó ni qué planeaban hacer con él, pero tenía preocupados a muchos porque era código que aparecía en donde no tenía que estar. Bueno, pues se creó un grupo completamente informal: hackers, agencias de seguridad, agencias de inteligencia, actores privados, organizaciones sin ánimo de lucro… y de pronto la informalidad tomó un cariz sumamente importante, porque tan pronto como empiezas a poner reglas tienes gente imponiendo criterios. Aquí el único criterio era: ¿puedes ayudar? Eso prueba que la cooperación informal es posible también.
Usted también apunta la necesidad de esa clase de cooperación para los negocios online…
Sí. Esa es otra razón para cooperar: ayudar a que el e-commerce funcione. Supongamos que vamos a hacer un negocio y queremos hacerlo en la red, para evitar el tener que reunirnos. Al final vamos a querer firmar los contratos con firmas digitales. Aquí la pregunta es: ¿qué dice la ley sobre la validez de esas firmas? ¿Podría haber un acuerdo global sobre el peso de las firmas digitales? ¿Cómo validamos a las partes que emiten un certificado para que alguien pueda firmar digitalmente? Necesitamos acuerdos, comunes y globales.
¿Sabe? En Medellín hay una constructora que cuando termina un edificio, el día antes de entregarlo al propietario, lleva a los trabajadores, a los obreros con sus familias, para que puedan mostrarlo y decir: “Yo construí esto”…
Me parece absolutamente genial.
Cuando usted ve historias sobre el impacto de la red: el chico indio adoptado por australianos que encontró a su familia biológica 25 años después gracias a Google Maps o la víctima de matoneo que obtiene apoyo de miles de extraños, ¿siente alguna vez ese orgullo? ¿Esa sensación de “Yo construí esto”?
No mucho. Pero sí hay algo ahí: me alegra haber podido participar. Pero es solo eso: un sentido de participación. Sí, estuve ahí al comienzo y eso me da satisfacción, pero esto no habría pasado sin la contribución de miles, de millones de personas. Los ingenieros que construyeron los routers (enrutadores), los que diseñaron el software, los que desarrollaron la tecnología móvil, los que inventaron el smartphone, los que desarrollaron la interfaz de programación de aplicaciones y muchos más. Todos ellos han contribuido a esta cosa gigantesca, sorprendente. Todas sus decisiones y sus elecciones han permitido este grado sin precedente de colaboración.
¿Le preocupa la fragmentación de la internet que conocemos?
Sí, vemos muchas tensiones: los problemas causados por gente malvada, los problemas por leyes de privacidad o de confidencialidad… Tenemos que pelear muy duro para mantener la red tan abierta como sea posible y para que así toda esta invención colaborativa, toda esta innovación sin permisos, pueda seguir ocurriendo.
¿Cuál es su relación personal con el uso negativo que tantos hacen de su invención?
No podemos perder de vista que quienes usan internet quieren poder confiar en ella, quieren poder sentirse seguros allí. Yo siento una responsabilidad personal –como ingeniero, no como alguien que inventó internet–, siento que les debo a quienes usan estos sistemas el hacer todo lo posible por protegerlos de cualquier daño. Es algo que creo que es muy importante y me alegra ver que Google lo siente así también.
Abel Cárdenas / EL TIEMPO |
¿Qué le aconsejaría a un país como Colombia, que está tratando de inscribirse en el panorama global digital, que quiere abrir puertas a la innovación y al emprendimiento?
No tengo toda la información, pero diría: introduzcan reglas para el sector privado. Reglas que faciliten la creación de nuevos emprendimientos, la consecución de capitales y la aceptación del fracaso. Esta última no se trata de una cuestión legal, sino cultural: es importante reconocer y aceptar que cuando creas una nueva empresa es posible que no sobreviva. Un inversionista te dirá que entre el 80 y el 90 % de las compañías no sobreviven. No queremos que eso sea una marca en la frente de alguien y lamentablemente en muchas culturas es así. Hay que persuadir a la gente de que el fracaso no solo no es inusual, sino que no es fatal y que, de hecho, a menudo te ayuda a aprender. El Gobierno tiene que ejercer un papel en materia de inversiones a largo plazo, porque puede hacerlo a plazos mucho mayores que los que el sector privado puede tolerar. Lo otro que sería de gran ayuda es concentrarse en llevar acceso a internet a todas las personas de una manera costeable y sostenible. Creo que hay en las instituciones colombianas un foco real en ese objetivo. El sector privado, como Google, tiene una responsabilidad en ofrecer, o al menos demostrar que existen, maneras alternativas de lograr ese objetivo. Por eso ves todos los días algún anuncio de inversiones en fibra, en globos, en drones, en satélites, en “espacios en blanco” (TV White Spaces) y en cualquier manera de ayudar a la gente a tener acceso a la red.
Usted habla de las bondades del fracaso, pero ¿lo conoció alguna vez?
Claro, tuvimos nuestros errores. Cuando trabajaba con MCI queríamos hacer un “centro comercial” en la red. Nos gastamos varios millones de dólares en licencias de Netscape y luego nos estrellamos con el problema de cómo llevar ese software a los computadores de los usuarios. Creo que estábamos diez años adelante de nuestro tiempo.
¿Qué vislumbra cuando piensa en el futuro de esta red que usted ayudó a crear?
Estoy emocionado con la noción de internet interplanetaria. La Tierra conectada con la Estación Espacial Internacional y con Marte. No puedo esperar a que nuevas misiones completen su trabajo científico y se conviertan en nodos en esta armazón interplanetaria. Trabajo en un proyecto para diseñar una nave que nos lleve a Alpha Centauri en cien años. Tenemos problemas de propulsión y de comunicación que queremos resolver. Eso ocupa mi mente. También el “internet de las cosas”, por las razones que hablamos antes. Y también la inteligencia artificial: Hemos visto que cosas como el deep learning van a ser increíblemente poderosas. Compramos una compañía británica llamada Deep Mind que usa redes neurales para el aprendizaje. Las redes neurales del pasado tenían uno o dos niveles. Estas cuentan con seis o siete, algo comparable con tu corteza cerebral. Con ese grado de conectividad y profundidad, las redes pueden empezar a aprender cosas por sí mismas. En el futuro podríamos, aplicando eso, diseñar ambientes mucho más adecuados a nuestras necesidades sin tener que escribir código.
¡Wow!
Sí, ¡wow!
Por: Wilson Vega
Fotos: Abel Cárdenas
Fuente: eltiempo.com