Fuente:elargentino.com
Los presidentes y otros líderes globales deberían empezar a sentar las bases para establecer un banco central global, una idea que, es cierto, hubiera sido imposible políticamente antes de la debacle financiera actual. Las crisis de las últimas décadas —la catástrofe de la deuda latinoamericana a principios del los ‘80, el crac bursátil de 1987, la explosión asiática de fines de los ‘90, la burbuja de Internet— no involucraron la magnitud de vínculos globales entre las instituciones financieras o las consecuencias de las acciones complejas que vemos hoy. En ninguna de estas explosiones previas el sistema crediticio global se cerró, en ninguna los gobiernos tanto del mundo industrializado como del en desarrollo intervinieron tan ampliamente, acercándose a la nacionalización de todo el sistema bancario global.
Y en ninguna estuvo tan claro que no hay una autoridad gubernamental efectiva en el centro de las finanzas globales. Alguna vez, la Reserva Federal de EE. UU. tuvo este papel, como la principal institución financiera de la economía más poderosa del mundo, vigilando la única moneda global. Pero con el crecimiento de los mercados de capitales, el alza de monedas como el euro y la aparición de actores poderosos como China, el cambio de la riqueza hacia Asia y el Golfo Pérsico y, por supuesto, los problemas muy arraigados de la economía estadounidense, la Fed ya no tuvo capacidad de control.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el FMI también fue diseñado para ser una institución financiera central; pero al paso de las décadas tuvo cada vez menos influencia en las naciones ricas e industrializadas. Su credibilidad en Asia y Latinoamérica también menguó.
En el futuro, se necesitará un banco central global para vigilar al sistema financiero a la deriva. Hay una serie de funciones críticas que podría ejecutar: ser el regulador de las grandes instituciones financieras globales, como Citigroup o el Deutsche Bank, cuyas actividades traspasan fronteras; monitorear los riesgos que aparecen en el mercado y crear un sistema de advertencia temprana; actuar como tribunal de bancarrotas cuando los grandes bancos necesiten ser reestructurados; vigilar no sólo a los grandes bancos comerciales, sino también el sistema financiero “alternativo” que se desarrolló en años recientes.
Una institución nueva podría tener influencia en las principales tasas de intercambio, y llevar a una nueva conferencia monetaria para reordenar el dólar y el yuan, por ejemplo, ya que una de sus primeras misiones sería lidiar con los grandes desequilibrios financieros de la economía mundial.
Un banco central global no eliminaría la necesidad de la Reserva Federal u otros bancos centrales nacionales, que todavía contarían con una responsabilidad de primera línea para tener políticas sólidas de regulación y estabilidad monetaria en sus respectivos países. Pero tendría una gran influencia sobre ellos cuando se tratara de seguir políticas compatibles con el crecimiento global y la estabilidad financiera. Por ejemplo, trabajaría con países claves para coordinar mejor los programas nacionales de estímulos cuando el mundo entrara en recesión, como sucede ahora, de manera que el impacto de los esfuerzos nacionales no se disparara en una crisis de inflación global. Ésta es una gran amenaza ya que el gasto estatal en todas partes suele extralimitarse.
El FMI podría seguir existiendo, pero su consejo debería ser reestructurado, su papel como rescatista de países pequeños deberá definirse cuidadosamente, y sus direcciones —incluida la severidad de las condiciones que imponga a los prestatarios— deberán provenir del nuevo banco central. Para darle legitimidad, este banco tendría que ser gobernado a la luz de las realidades políticas. Ello significa que su consejo no sólo incluiría a los principales funcionarios de EE. UU., el Reino Unido, la zona del euro y Japón, sino también a los de China, Arabia Saudita, Brasil, Sudáfrica y algunos más.
Si hubiera existido un banco central global antes de la crisis financiera actual, habría dado una advertencia sobre las transacciones irresponsables mucho antes. Hubiera frenado no sólo a los bancos comerciales sino a los de inversión menos regulados, porque todas esas instituciones hubieran estado obligadas a adherirse a sus estándares. También hubiera actuado sin el pánico que exhibieron los bancos centrales nacionales y los ministros de finanzas. Idealmente, hubiera reunido a su junta mucho antes de la explosión financiera para ejecutar un rescate coordinado y un plan de estímulos a escala mundial.
Sería difícil sobreestimar la repulsión política que cualquier propuesta oficial por un banco central global provocaría en varias circunscripciones electorales, especialmente dentro de EE. UU. Entre sus muchas acusaciones, los críticos protestarían por el establecimiento de un “gobierno mundial”. Pero tenemos una Organización Mundial de Comercio con poderes vinculantes en las disputas comerciales. Tenemos una Organización Mundial de la Salud para las enfermedades contagiosas con la capacidad de poner en cuarentena a países enteros. Y una Corte Internacional funciona hoy con una considerable influencia legal y moral. Nadie debería querer demasiada vigilancia centralizada, pero la miseria creciente en el mundo muestra que poco liderazgo central puede ser igualmente peligroso.