Por Gonzalo Zegarra en Semana Económica
El presidente Ollanta Humala promulgó la ley que establece incentivos (tributarios) a la innovación, la investigación y al desarrollo. La norma permite deducir del Impuesto a la Renta el 175% de la inversión en esos rubros, siempre que obtengan el visto bueno de Concytec. Más allá de si estos incentivos distorsionan las decisiones empresariales –tema que abordó Iván Alonso en su columna de El Comercio– es llamativo que se requiera un trámite para innovar (pero, claro, el Estado tiene un costo de oportunidad fiscal y parece razonable que se asegure de que la inversión está bien encaminada).
El problema es que la investigación –para la innovación– es un emprendimiento con resultados inciertos, no puede ser previamente calificada. La esencia de estos procesos es el ensayo-error, pero también es muy frecuente la imprevisión (incluso la improvisación): que se descubra algo totalmente distinto de lo que se estaba buscando (o que se descubra sin ser buscado). La innovación es muy difícil o imposible de tipificar legal o administrativamente.
Es una vieja discusión si la investigación y el desarrollo de un país emergente se deben enfocar en la creación desde cero o más bien en la replicación de iniciativas exitosas del primer mundo. Acabo de estar en Panamá, donde se ha inaugurado el Museo de la Biodiversidad, diseñado por el célebre arquitecto canadiense Frank Ghery. Es igual de extravagante que el Guggenheim de Bilbao (acaso su obra más emblemática) e incluso más colorido. Pero auguro que no tendrá ni remotamente el mismo éxito. ¿Por qué? Pues porque se parece demasiado a su modelo. Si bien es una buena idea replicar el concepto bilbaíno de revolucionar una ciudad para el turismo mediante la construcción de un ícono arquitectónico (algo que también hizo Sydney con su opera house y que muchos recomiendan que haga Lima), hacer un museo tan parecido con el mismo arquitecto le quita toda novedad y sobre todo toda autenticidad. En el campo artístico, a los peruanos nos va bien y alcanzamos nivel mundial cuando reinventamos con autenticidad –gastronomía– y no tanto cuando copiamos –Abraham Valdelomar o Los Toribianitos (SE 1198)–. Alguien decía, por ejemplo, que César Vallejo es a la vanguardia poética como si Neil Armstrong hubiera encontrado una bandera peruana cuando llegó a la luna. Y hay quienes opinan lo mismo del grupo Los Saicos, supuesto precursor peruano del punk.
La innovación no es, pues, creación radical, tiene mucho de mejoras puramente incrementales. Es copia y adecuación a la vez, no excluyentemente. Y a veces el éxito termina siendo producto de un pequeño cambio final, no de la diferencia más gruesa. Pero el proceso no es siquiera lineal. Como en la evolución biológica, donde hay largos procesos de mutaciones casi imperceptibles y de pronto se desencadenan explosivos saltos evolutivos, en la innovación humana sucede algo parecido, y en cada rama del conocimiento con tiempos y hiatos distintos.
En suma, la innovación es el campo de la incertidumbre. No se puede burocratizar. Por más bienintencionados que sean estos incentivos, mucho más eficaz sería reducir los obstáculos al emprendimiento en el Perú, lo que pasa por un menor costo de la legalidad en general, y en particular el laboral (SE 1455).